La Prostituta

La policía entró violentamente a mi casa. Lo primero que pensé fue en mi hijo. Corrí directo a la habitación y lo abracé con fuerza. Mi mamá estaba ahí también, temblando. Le susurré, mientras agarraba al nene con desesperación:
—Si me llevan, andá y pedile al Catriel lo que me debe. Por los favores. Por todo.
No tenía muchas esperanzas. Conociendo al Catriel, lo más probable era que se hiciera el boludo. Pero era lo único que podía dejarle a mi hijo en ese momento: una deuda, y la esperanza de que alguien, alguna vez, la pague.
Una cana me agarró del brazo con fuerza y me dijo que me quede tranquila, que la vieja lo iba a cuidar. Yo no le respondí. ¿Qué le iba a decir? ¿Gracias?
Me subieron a la parte de atrás de la camioneta, esposada, con la cara apretada contra el piso. ¿Cómo iba a hacer mi vieja para mantenerlo sola? La jubilación de ama de casa no le alcanzaba ni para los remedios. Yo era el ingreso. Yo ponía el pan arriba de la mesa.
Primero me llevaron a la comisaría de Barranqueras. Me metieron en una celda chiquita con olor a vomitada. No me ofrecieron agua, ni comida, ni explicación. A las horas me dijeron que me trasladaban. No dijeron a dónde, pero sabía que era a la cárcel de mujeres.
Me procesaron como siempre: huellas, revisión completa, desnudez obligada. En la celda encontré a una conocida.
La primera visita fue Don Ezquivel. Cliente viejo. Él me contó: habían detenido al Catriel porque mató a uno de los pibes del barrio. Dijo que lo había hecho porque yo se lo pedí.
Mentira. Tremenda mentira.
Pero me importaba poco. No era la primera vez que caía por culpa de otro. Lo único que me importaba era mi hijo.
Mientras Ezquivel hablaba, yo pensaba. En el nene. En mi vieja. En la plata que no iba a entrar. Y entonces se me vino a la cabeza esa imagen: los ahorros. El Catriel tenía plata. Mucha. Yo lo había visto esconderla. En el fondo de su casa, en la fosa séptica. Bajo una losa. Con una cuerda.
Necesitaba hablar con mi vieja. Urgente.
Le pedí a Ezquivel que la trajera, que era por mi hijo. Me dijo que sí, pero que le debía tres meses de servicios gratis. Asentí. Lo que sea.
Al día siguiente, mi vieja vino con el nene. Apenas la vi, le agarré la mano:
—Tengo algo que contarte. Tenés que hacer algo por mí.
Le conté todo. Cómo llegar. Cómo pasar al patio del Catriel. De la losa, de la cuerda, de la bolsa.
Mi vieja no decía nada. Me escuchaba con los ojos grandes. Pero sabía que lo iba a hacer.
A los dos días volvió. Tenía una venda en el brazo y los ojos llenos de algo parecido al miedo. Se sentó frente a mí, con el nene dormido en su regazo, y me agarró las manos:
—Lo hice —susurró.
Esperó la noche. Caminó a oscuras. Se cortó el brazo con una chapa. No se detuvo. Llegó a la losa. Encontró la cuerda. Tiró.
—Estaba ahí, Patria. Tal cual como me contaste. Pesada. Lleno de dólares.
Se quedó callada. Luego agregó:
—Con eso podemos pagar un abogado de verdad.
Le dije que no. Que yo me arreglaba con el defensor oficial. Que cada centavo era para mi hijo.
Ella asintió. No discutió. No lloró. Pero algo se le había aflojado por dentro.
Entonces, el nene me abrazó con todas sus fuerzas, como si pudiera atarme a la tierra con esos bracitos flacos.
Yo no podía llorar. No todavía. Había que aguantar un poco más.
No era nada que no hubiera aguantado antes.