El Diseñador

Diseñaba lo que me pedían: tarjetas de cumpleaños, volantes para kioscos, carteles para almacenes. Lo que fuera. Así conocí a Augusto. Me encargó unas tarjetas para los 15 de su hija. Le metí cariño al diseño, y parece que le gustó, porque volvió.
Primero con tarjetas personales. Después unos afiches para una panadería. Cosas chicas. Pero cada vez hablábamos más. Me invitaba una coca, charlábamos. Un día, me tiró la propuesta:
—Mirá, si querés crecer... yo te puedo dar una mano. Te pongo un local, impresora, fotocopiadora, lo que necesités. Vos seguís con lo tuyo, y de vez en cuando me hacés unos laburitos gratis. Y si tengo que mover guita, me ayudás. Yo te paso plata como si fueran clientes, vos me la devolvés. Todo bien.
No pregunté mucho. La idea de tener mi propio espacio me gustaba. No más rebotar con clientes ratones. Iba a poder diseñar tranquilo. Acepté.
El local arrancó con lo justo: impresora, fotocopiadora, plastificadora, estanterías con papeles. No venía mucha gente, pero el lugar nunca estaba vacío. Siempre había cajas, sobres, y transferencias “por trabajos”. Augusto me decía que las declare como ventas y todo andaba de 10.
—Desde que cayó mi sobrino Catriel, tengo que moverme mejor con la guita —me explicó una vez—. Por eso pongo negocios en manos de gente de confianza. Como vos.
Me hacía sentir parte de algo limpio, como si él también estuviera tratando de salir.
Hasta que un martes a la siesta cayó un tipo. Alto, sudado, credencial de la Municipalidad de Barranqueras colgando del cuello.
—Soy Ricardo. Inspector. Vine a controlar unas cosas —dijo seco.
Revisó todo. Hizo preguntas al azar. No encontró nada. Pero antes de irse, me soltó sin vueltas:
—Sé bien de quién es este negocio. Si no ponés algo cada semana, te lo clausuro. Por lo que sea. O peor, se va a saber cómo ganás plata con esta fotocopiadora.
Se fue. Lo seguí con la mirada desde adentro, sin moverme. Después bajé las persianas a la mitad y fui directo a lo de Augusto.
—¿Y? ¿Qué cara tenía? —preguntó, como si ya supiera todo.
Le conté. Me palmeó el hombro.
—No te hagás drama. Tengo un amigo en la muni que te va a hacer el aguante. Esto se acomoda.
Al otro día cayó al local. Traía una bolsita de esas de farmacia. Adentro, un arma.
—Tomá. Por si las dudas —me dijo.
Vi cómo no la tocaba con las manos. Siempre con la bolsa. Cuando me la pasó, intenté hacer lo mismo. Pero su mirada me frenó. Esa mirada que no pregunta. La agarré con la mano desnuda.
Y entonces sonrió. Tranquilo. Casi amable.
No dije nada. Solo asentí. Sabía que esa era la parte de las cosas que no debía preguntar.
Esa noche, mi vieja me contó que balearon a un tal Raúl. No lo conocía. Después me aclaró: trabajaba en la Municipalidad. Un inspector. Me bastó con eso.
Era el tipo que había estado en mi local el día anterior.
No sentí miedo. Sentí alivio. Ya no iban a molestarme más.
Pero después me cayó la ficha. Esa arma —la que me dio Augusto, la que toqué sin guantes— no era protección. Era un sello. Una firma.
Yo también era parte del mensaje.
Ahora. Era parte de algo que no tenía salida. Aunque cerrara la fotocopiadora, aunque la pintara de otro color, aunque le cambiara el nombre.
Ese local era mío. Para siempre.
La angustia de ver mi futuro en este barrio me cagó el día, me cagó la semana y me la viene cagando desde entonces.